Revolución #149, 30 de noviembre de 2008


Una historia estadounidense de desalojo

Las horas desesperanzadas de Addie Polk

El 1º de octubre, un sheriff y su ayudante tocaron la puerta de una casita blanca en Akron, Ohio. Addie Polk, una señora negra de 90 años que vivía allí, fue a su tocador y observó el aviso de ejecución de un juicio hipotecario que se había pegado sobre la puerta de la casa con cinta adhesiva hace un mes. Sacó su póliza de seguro de vida. La puso al lado de sus llaves.

Y abrió el cajón donde guardaba la pistola.

* * * * *

Addie Polk nació en 1918, el año que terminó la I Guerra Mundial. Esa guerra, entre Inglaterra, Francia, Rusia y Estados Unidos por un lado y Alemania por el otro, se libró sobre cuáles potencias imperialistas controlarían las colonias de Asia, África y América Latina. La guerra causó una matanza a una escala inédita; para determinar el desenlace, las “potencias grandes” sacrificaron en su altar a cinco millones de personas. La guerra también operó enormes cambios a través del mundo.

En Estados Unidos, la guerra creó la oportunidad de obtener grandes ganancias. Pero a los capitalistas yanquis les hacían falta trabajadores para obtener esas ganancias, y la guerra cortó su fuente preferida de trabajadores, es decir, los inmigrantes empobrecidos de Europa.

Así que los capitalistas miraron hacia el Sur, donde las masas negras todavía estaban encadenadas a la tierra. El Sur: donde se obligaba a los negros a cultivar y pizcar el algodón desde la madrugada hasta el anochecer, y al fin del año se encontraban con deudas cada vez más grandes, mientras los dueños de las plantaciones se enriquecían. El Sur: donde las personas negras tenían que bajarse de la acera a la calle para dejar pasar a un hombre blanco y mirar hacia el suelo mientras hablaban con un señor blanco. Donde no podían beber de las fuentes reservadas para los blancos, ni estudiar en la escuela con blancos. Y donde encarcelaron y convirtieron a aquellos negros que se negaban a aceptar todo esto en esclavos de nuevo tipo en las cuadrillas de trabajo y las minas del Sur. . . o les dieron una paliza. . . o los lincharon.

Por lo tanto, cuando los capitalistas del Norte anunciaron al mundo que, por primera vez, emplearían a una gran cantidad de personas negras, el pueblo respondió. Una enorme cantidad de personas huyó de los horrores del Sur hacia la “tierra prometida” del Norte, y medio millón de ellas hallaron trabajo en las grandes industrias del Norte. A veces, especialmente en los primeros días de la migración, en el camino hacia el Norte los negros vitoreaban y cantaban cuando el tren cruzara la línea Mason-Dixon, la frontera entre el Norte y el Sur.

Akron, la ciudad a la que llegó a establecerse Addie Polk, prosperó durante la guerra. Se volvió “la capital del hule” del mundo, con fábricas de llantas a montones. La población creció de 69.000 en 1910 a casi 210.000 en 1920.  En Akron, donde en 1900 una chusma de linchamiento hizo desmanes por dos días, empezó a echar raíces una comunidad negra.

Pero cuando acabó la guerra, acabó el auge económico. El capital ya no podía emplear de manera rentable a muchos negros que habían llegado desde el Sur. Ya no los necesitaba.

Además, el orden social se estaba deshilachando. En Rusia los bolcheviques habían dirigido a las masas a hacer una revolución. Esta revolución la dirigió la clase obrera antes explotada ferozmente, y tenía como uno de sus puntos centrales la libertad e igualdad de las nacionalidades oprimidas del imperio ruso.  La revolución, y la ideología comunista que la guió, estaban ganando influencia en todo el mundo. A los hombres negros reclutados en la I Guerra Mundial les dieron entrenamiento y los despacharon a Europa para combatir por Estados Unidos, donde en algunos casos recibieron un trato de igual a manos de los blancos europeos. En Estados Unidos los hombres de propiedad y poder decretaron que las relaciones sociales tradicionales, es decir, la jerarquía, tenían que volver a establecerse a la brava.

Así que en 1919, cuando Addie Polk tenía un año, los coros y canciones de los negros en el tren se volvieron polvo en la boca de la gente. Los trabajadores blancos (con los pequeños hombres de negocios, tenderos, etc.), de nuevo, se movilizaron como gente blanca a fin de proteger “sus” trabajos y “sus” barrios. Veintenas de ciudades del Norte así como del Sur presenciaron salvajes ataques de los blancos contra los afroamericanos. Lo peor ocurrió en Chicago con el asesinato de al menos 38 negros. En cierto sentido, se expresó la ironía más amarga y sanguinaria en Norfolk, Virginia donde una chusma de blancos disolvió una recepción para los soldados negros que regresaban de la I Guerra Mundial y asesinó a seis de ellos. Cientos de negros murieron por la violencia de las chusmas de blancos, y al menos ocho de ellos fueron quemados en público.

Pero a la vez algo nuevo estaba en el aire. W.E.B. Du Bois, un gran intelectual y líder negro de entonces, lo explicó así: “Hoy alzamos la terrible arma de la defensa propia. Cuando llegue el asesino, ya no nos atacará por la espalda. Cuando se congreguen los linchadores armados, nosotros también tenemos que congregarnos armados. Cuando se avance la chusma, proponemos responderle con ladrillos, garrotes y armas”.

Finalmente se terminaron los disturbios. Pero se había metido y obligado a la mayoría de los negros a ocupar una posición subordinada en la clase obrera. Eran los últimos contratados y los primeros despedidos, y cuando tuvieran empleo, solo les quedaban los puestos peores, más sucios y más peligrosos. Padecían segregación en viviendas que eran tanto caras como ruinosas, estudiaban en escuelas destartaladas que casi ni se podían llamar escuelas; y todos los días la policía brutal y asesina los perseguía y asesinaba. El capital del Norte integró a los trabajadores negros en el sistema, de modo que su mano de obra le generaría superganancias.

Así era el mundo en que Addie Polk dio sus primeros pasos; el mundo en que aprendió el abecé; el mundo en que se hizo mujer adulta.

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Addie Polk observó la pistola. De nuevo oyó a alguien tocar la puerta, y las voces de los agentes del orden público. Se le bombeaba la sangre en el pecho, y el latido le retumbaba en la cabeza. Tomó la pistola y caminó, rígidamente, hacia la cama.

Cuando estalló la II Guerra Mundial en los años 1940, el capital otra vez necesitaba de la mano de obra de los negros, esta vez a una escala mucho mayor que antes. Ahora millones de negros más viajaron al Norte. Los hombres negros como Robert Polk, el esposo de Addie Polk, hallaron trabajo en la llantera Goodrich Tire. El trabajo más sucio, duro y peligroso, no obstante un trabajo.

Como resultado de la II Guerra Mundial, Estados Unidos salió en la cima. El capital estadounidense llevaba la batuta para el mundo entero, excepto la Unión Soviética y el nuevo estado comunista revolucionario de China. Ante el desafío del mundo comunista y estando en la cima del mundo imperialista, los gobernantes capitalistas de Estados Unidos pensaron que podían pagar y que tenían que pagar salarios más altos a los trabajadores en Estados Unidos, para apaciguarlos y desviarlos de cualquier movimiento radical.

Estos capitalistas también pensaron que podían y que tenían que darles algunas concesiones a los negros. Por una parte, los grandes cambios de la “Gran Migración” y los trastornos de la propia guerra contribuyeron a generar un ambiente más combativo en el seno de los negros de todos los sectores sociales y a una mayor resistencia de base. Por otra parte, el mundo ya no aceptaba tanto que Estados Unidos se posara como el supuesto gran defensor de la libertad mientras que millones de sus propios habitantes tenían que soportar la segregación, vivir sin derechos políticos ni sociales y padecer la violencia de las chusmas de linchamiento en cualquier momento.

Pero esas concesiones no bastaron para impedir que los negros se levantaran, primero en el movimiento de derechos civiles y luego en la lucha de liberación negra. Más de 250 ciudades norteamericanas estallaron en rebelión durante los años 1960. Creció un espíritu de desafío y empezó a desarrollarse un movimiento revolucionario, en la calle, en las escuelas y en otras partes en general, como las fábricas donde trabajaban los negros. La clase dominante se vio obligada a dar concesiones mucho mayores de lo que jamás hubieran previsto, por ejemplo, concederles a los negros los empleos antes reservados para los blancos.

Mientras tanto, Robert Polk trabajaba en una de esas fábricas. Cada mañana entraba y entregaba toda su fuerza vital a los intereses y a las ganancias de Goodrich Tire. Salía cada noche y volvió a casa completamente agotado. Y el día de paga, abría el sobre para hallar solamente lo suficiente para adquirir las necesidades con que poder volver otra vez a la fábrica el lunes por la mañana.

Tal era el “intercambio igual” que, multiplicado mil millones de veces, mantiene al capitalismo en pie: entregar la fuerza vital y la mano de obra de una persona, que producen esas ganancias, a cambio de los medios de subsistir. Es un “intercambio igual” que genera la desigualdad más profunda en riqueza, poder y oportunidades de vida. El “intercambio igual” sobre el cual se arman todos los llamados instrumentos financieros. El “intercambio igual” que oculta una relación de explotación: entregar la mano de obra a cambio de un salario.

En 1970, Robert y Addie Polk compraron una pequeña casa blanca de madera en el barrio negro de Akron por diez mil dólares. O, para decirlo de otra manera, Robert entregó los muchos años de trabajo en la cadena de montaje de Goodrich Tire a cambio de un lugar en que vivir.

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Addie Polk se acostó en la cama, con la pistola en la mano. Todavía oía voces, de vez en cuando tocaban la puerta. Se acercó la boca del cañón de la pistola al pecho. Empezaba a apretar el gatillo con unos dedos de 90 años que le dolían tanto y que finalmente se le cansaban tanto.

El capitalismo era único cuando vino al mundo, era el único sistema económico que requería la innovación. Ningún capitalista sabe cuánto “el mercado sobrellevará”, no sabe por adelantado si puede vender todo lo que produce. Pero si no lo vende, se hunde. Así que constantemente tiene que ver cómo producir más bienes con menos gasto. Hace inversiones para adquirir máquinas nuevas y más productivas y constantemente busca formas de explotar más a los trabajadores que ya tiene contratados. . . o de plano traslada las operaciones a otro lugar.

Estados Unidos salió en la cima del mundo después de la II Guerra Mundial. Pero el capital europeo hizo innovaciones. En los años 70 y principios de los 80, las llanteras de Akron “perdieron su parte del mercado” debido a las nuevas clases de llantas producidas primero en Europa y luego en las fábricas del “tercer mundo”. Pronto, se cerraron las fábricas estadounidenses. Por el declive de la ciudad, Akron, una vez llamado “la capital del hule” del mundo, recibió un nuevo apodo: la “capital de la meth” (metanfetamina) de Ohio. En Akron, entonces con una población casi 30% afroamericana, la cocaína “crack” invadió la comunidad negra y las calles y las escuelas se deterioraron aún más. En la calle de Addie Polk, se puede ver la tierra a través de las grietas en la pavimentación, y casi la mitad de las casas están desocupadas o a la venta.

Robert Polk murió en 1995. Pero el capital aún tenía planes para Addie Polk. Había sangre todavía por chuparle. Al igual que el azote de la “meth” y la “crack” en Akron, lo que entumecía a la población para que soportara un día más del infierno, unos nuevos “instrumentos” de crédito inyectaron en la economía capitalista una dosis de nueva energía. Los políticos y los comentaristas financieros en la tele hablaban sobre el tema con la voz tan alta y alocada que aquella de un tipo muy drogado con metanfetamina que parlotea sin parar en un bar. Pero resulta que estos nuevos “instrumentos de crédito” generan víctimas. Generan a víctimas por todo el mundo en una escala horrible y también han generado víctimas en Estados Unidos.

La casa de Addie Polk había sido suya, comprada y pagada, “libre de toda hipoteca, deuda y gravamen”. Pero en una sociedad en que las necesidades básicas de los servicios médico se vuelven cada día más caras e inalcanzables. . . en una situación en que nadie ni siquiera finge que la seguridad social y la miseria de la pensión de los trabajadores industriales sean suficientes para sobrevivir. . . Addie Polk necesitaba dinero. Los tiburones vinieron, no aquellos de la calle, sino los “legítimos”. Le ofrecieron tratos: hipotecar la casa de nuevo y conseguir el dinero cantante y sonante que le hace falta. Y luego hipotecarla una vez más para liquidar el anterior trato y conseguir más dinero. Todo eso fue parte de lo que ahora llaman “la burbuja del mercado mobiliario”.

Y como en el caso de muchas otras personas, cuando la letra chica entre en vigor, Addie Polk no podía hacer los pagos. Los avisos empezaban a llegar. Tocaban la puerta, entregaban documentos con la palabra AVISO en grandes letras rojas que asustaban, y amenazaban con desalojarla. La compañía de hipotecas ejecutó un juicio hipotecario. El 1º de octubre de 2008, tres hombres armados llegaron a la entrada de la planta baja, en preparación para sacar a Addie Polk y sus pocas preciadas pertenencias de los últimos 90 años, a la calle.

* * * * *

Addie Polk se mantuvo la pistola contra el pecho y apretó el gatillo. ¿Gritó en desesperanza cuando el primer disparo no dio en el blanco, sino que se le pegó en el hombro? No sabemos. Pero si a ella le entraban dudas, estas no tenían fuerza, pues ella encontró la fuerza de apretar el gatillo otra vez.

Por alguna razón, Addie Polk no murió. Su vecino, Robert Dillon, entró por la ventana para ver cómo estaba y la halló acostada, inconsciente, en la cama. La trasladaron de urgencia al hospital, donde sigue hoy. La compañía de préstamos, preocupada por la mala publicidad, promete, por ahora, dejar que ella se quede en la casa… cuando salga del hospital.

La semana pasada se anunció que en los últimos tres meses, en el caso de 765.000 casas propias, se ha entablado una demanda de ejecución de un juicio hipotecario, o de hecho las han puesto en subasta.

El fin no está a la vista.

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