Los jíbaros y las compañías azucareras yanquis

Obrero Revolucionario #966, 19 de julio, 1998

En los años 20, los monopolios yanquis de azúcar se apoderaron de las mejores tierras de Puerto Rico. Los imperialistas clavaron las garras en la sociedad y transformaron la vida de los terratenientes y de los jíbaros, los campesinos pobres que vivían del machete.

En su libro Doña Licha's Island, Alfredo López cuenta el relato del jíbaro Oscar Ocasio.

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En un tiempo... se podía vivir aquí. Pero poco a poco la compañía Amalgamated Sugar fue comprando la tierra. Acosta, quien tenía 300 acres de buena tierra, las vendió. Les dijo a los trabajadores, y yo era uno de ellos, que el mes siguiente tendríamos un nuevo dueño; que él ganaría más dinero con la venta que en 10 años de cultivo. Nos pagó dos semanas, nos dio una botella de ron a cada uno y se despidió....

En ese entonces yo era joven, tenía unos 20 años, dos hijos y otro en camino. Desde los 12 años trabajé todos los días en la caña. Todavía tengo los dedos y las muñecas más gruesos que las piernas por el machete. Solo me faltan dos dedos. Aprendí bien y era bueno.

Al mes siguiente era la zafra. Un lunes todos nos reunimos antes del amanecer para afilar los machetes antes de ir a trabajar. Pero cuando llegamos ni nos dejaron entrar. Por lo general éramos entre 40 y 50 los hombres que íbamos a trabajar, pero esa vez había como 200. Hombres grandes, mayores y jóvenes; conocía a unos y sabía que eran excelentes trabajadores. Pero yo no me preocupé porque sabía que tenía el trabajo garantizado. En eso salió de la casa un hombre bien vestido. Sonrió y todos nos sentimos mejor. Luego mandó llamar a un muchacho bravucón que andaba por ahí, uno que trabajaba poco pero que siempre tenía dos machetes, tan bien afilados y brillantes que parecían que podían cortar árboles. Creo que el señor hablaba en inglés y el bravucón iba traduciendo.

Nos dijo que una compañía había comprado el terreno, que nos pagarían más. Todos nos reímos cuando nos dijo que nos pagarían casi el doble. Pero eso sí, a cambio de que nos organizáramos mejor para que pudieran sacar mayores ganancias. Tendríamos que trabajar en lo que llamaban turnos. Yo soy un hombre de dios, y es él quien fija los turnos. Cuando sale el sol, vamos a trabajar; cuando se pone el sol, regresamos a nuestra esposa y familia. Pero estos hombres eran como dioses. Nos dijeron que unos trabajaríamos cuatro horas por la tarde, otros por la mañana, otros los sábados y otros el domingo. Yo me hice la cruz de Nuestro Salvador. A otros les iba a tocar cargar caña de noche.

Nos dijo que eso era eficaz. Parte del trabajo lo harían máquinas enormes y unos ya no tendríamos que hacer todo el trabajo. Qué bien, pensamos. Pero en eso el diablo dijo que nos pagarían por hora. Cada uno trabajaría 20 horas a la semana. Uno, un González, uno bajito que perdió los dientes en una pelea de machete, era bueno para contar. Nosotros no éramos estúpidos y le pedimos que hiciera la cuenta para saber cuánto ganaríamos. Así fue como nos dimos cuenta de que nos pagarían muy mal. Así fue como empezó todo.

Antes comíamos pescado todas las noches, pero ahora solo tres noches, y arroz con habichuelas el resto del tiempo. Menos café y muy poco pan. La ropa de los niños se acabó. Padecimos pobreza. El bravucón y sus amigos pasaron a ser nuestros jefes, capataces les llamaban. Si nos veían descansar, nos venían a escupir y patear, nos daban con correas de peluqueros. Si ofrecíamos resistencia, como hizo un compañero, nos cortaban la cabeza.... Todo quedó patas arriba.


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